domingo, 23 de mayo de 2010

"Te invito a viajar por El expreso de Kianny N. Antigua", por Luís R. Santos.

La literatura es un reflejo del alma humana, un eco de nuestras alegrías y angustias, una caja de resonancia de nuestros pensamientos, un mecanismo mediante el cual el escritor valora la época que le ha tocado vivir, es su forma de ver el mundo. Pero ante todo, la literatura es el gran espejo en que nos miramos, nos desvestimos, el espejo en el cual nos burlamos de nuestros semejantes y de nosotros mismos; el espejo ante el cual nos secamos las lágrimas, nos solazamos en la sonrisa, nos retocamos el maquillaje para seguir nuestro viaje, montado, a veces, en el vagón de última clase, hasta que llegamos al puerto del silencio, en donde los marineros nos reciben sin sobresaltos, mudos, indiferentes.

Siendo consecuente con mis anteriores palabras, señalaré que Kianny N. Antigua no es la excepción, ella, a la hora de escribir, también se ha mirado al espejo. Y sus historias se desprenden de su ser como las hojas caducas de los árboles en otoño. Al adentrarnos en los relatos de El expreso inmediatamente percibimos la inocultable influencia del entorno en que se forjado su autora. A flor de página se perciben las huellas de sus primeros pasos, el dolor de una adolescencia a veces feliz, placentera, y otras veces llena de carencias, de sobresaltos. En una adolescencia empujada por la fuerza hacia una madurez extemporánea, la autora de El expreso tuvo la suerte o desdicha de hacer un difícil tránsito: abandonar su patria y establecerse en la nueva, en una patria lejana, distante de la verdadera. Porque, según Ernesto Sábato, la verdadera patria es aquella en la que transcurrió nuestra infancia, en donde fuimos felices a pesar de todo, porque no conocíamos ni teníamos conciencia de la muerte ni de las maldades humanas. Este tránsito, esta mudanza, marca de manera decisiva la narrativa de Kianny Antigua, tal como señalaremos más adelante, y como fácilmente puede comprobar el lector.

Dentro de las figuras dominantes en El expreso la madre juega un rol protagónico. La madre está presente en muchos de los relatos del libro y a veces aparece como una figura borrosa, distante; en otros su presencia es contundente. Otro tanto podría decirse de la figura paterna. Desde el primer cuento del libro, “Hortelano”, su presencia es notoria: “A mis padres hace mucho que no los veo. Ni siquiera con lo del accidente se dignaron en venir a verme. El viejo no manca en mandarme dinero, pero nada más. La vieja no es más que su sombra, no va ni al baño si a papá no se le ocurre miar” (pág. 15). En “La última hoja verde” dice: “cuando caí en esta tumba le agradecí al cielo que mi madre hubiera muerto, porque, si no, encima abría tenido que cargar con su muerte”. En “De tal palo, tal astilla” la madre aparece con mucha contundencia, crudeza, e incluso es tratada con cierta inclemencia, con mucha dureza. En “Desembrar”, no obstante, la madre sale mejor parada. En “Mi amigo Lucas” esta figura recurrente es retratada como una mujer fría, sofisticada, distante, incapaz de escuchar. En este relato, en donde la autora, rompe un tanto con el esquema del libro, la ausencia del padre es sustituida y compensada por una ilusión, fantasma o duende. A raíz de estos hallazgos, podemos aseverar que la obra de Kianny Antigua está marcada por carencias afectivas que se manifiestan de distintas formas, en distintas situaciones. Estas ausencias, no obstante, no son un signo negativo que empañe su obra, al contrario, la humanizan y confirman la teoría del espejo.

Según Mario Vargas Llosa, en su libro de ensayos La verdad de las mentiras, al referirse a la obra Manhattan Transfer, de John Dos Passos, hay ciudades, en este caso New York, que son los auténticos protagonistas de muchas novelas. Y así como ciudades, barrios condados y suburbios se convierten en personajes centrales de novelas, libros de cuentos, obras de teatro, hay elementos dentro de ellos que también se alzan, se enseñorean dentro de una obra. En El expreso, precisamente este instrumento de transporte colectivo opaca a muchos otros. Desde el título del libro hasta el cuento “El expreso”, entre otros, el tren atraviesa raudo y bullicioso las páginas del texto. En este caso, el hecho de ser la autora una inmigrante que llega a la gran ciudad siendo una adolescente-adulta el impacto del expreso no podía ser menor. En la obra de un dominicano, en cualquier instante, el lector podría ser atropellado por un “Motoconcho o una Voladora”. Asimismo, en las obras de los escritores de todo el mundo, en donde el tren es parte integral del sistema de vida, éste tiene una incidencia insoslayable en la literatura.

Y es que desde su aparición, empezando por su versión más rudimentaria hasta llegar a los súper expresos de las grandes urbes, el tren ha sido un espacio favorito de novelistas, cuentistas, poetas, músicos. En los compartimientos o vagones del expreso de New York, a diario, millones de hombres y mujeres descansan, duermen, leen, dormitan, se pisotean, maldicen, enamoran y sueñan. Ese amasijo de nacionalidades, lenguas, olores y modas es lugar ideal para un creador atento. Y Kianny lo es. Por eso el subway no ha pasado inadvertido delante de sus ojos. Un ejemplo de lo expuesto anteriormente es el siguiente fragmento de “Hortelano”: “Me impactó su figura pero lo que mejor recuerdo de esa primera impresión fue el uso de su sexto sentido al despertar exactamente cuando el tren arribó a su parada, y su seguridad al dar el zarpazo y salir del tren dejándome a mí con las babas colgando” (pág.13). En “El expreso” aparece este elemento-personaje con toda su fuerza. “Subo al segundo tren diez minutos más tarde; el que me tocaba coger cerró las puertas en mis narices” (53). Más adelante, leemos: “Los empujones y los excuse me no cesan en la estación; ni hablar cuando al fin logro entrar al tren. Ya en el expreso (el local se para tanto que me provoca dolor de cabeza) de pie, o mejor, si consigo sentarme es cuando comienza la acción” (54). Pero, ¿qué acción o acciones se pueden emprender sentado en un tren? Dice:

Me voy, vuelo lejos de la bulla, lejos del gentío, lejos del chino que me respira pesado a la derecha, la niña de la señora de la izquierda que patea cada vez que puede, lejos del operador del tren, que le grita a un grupito de estudiantes que dejen cerrar la puerta, que hay otro tren detrás de nosotros. Lejos, donde sólo la imaginación y el cansancio me pueden llevar (54).

Entonces sueña, sueña en medio del tumulto, de las imágenes que se desdibujan al pasar delante de un cartel publicitario. El tren, además, la ha puesto en estado de excitación, allí ha soñado, fantaseado; el mismo tren se encarga de devolverla a realidad brutal, cruda, inmisericorde.

El humor, por otro lado, es un elemento en estado de escasez en la narrativa de Kianny. Sin embargo, contrario a esta característica, la ironía, el erotismo y el sarcasmo sí aparecen con frecuencia en El expreso. En “El expreso”, “De tal astilla, tal palo”, “Cynthia”, y “Cosa de hombres”, entre otros, el contacto entre los cuerpos se narra con voluptuosa elegancia, a veces con cierta crudeza y desenfado; en otras, con magistral sutileza e incluso recurriendo a figuras literarias o a recursos que complementan y dan un acabado reluciente al texto. Citamos:

¿Pero por qué a Marcos no le gusta lo que a Néstor sí... y a mí también?: hacer el amor a todas horas y en todos los lugares posibles, y de vez en cuando imposibles. Día, tarde, noche, madrugada, al despertar, en su oficina, en el baño, en la sala de nuestra casa y en la ajena también; cansados, y con sueño, no importa nada cuando queremos hacer el amor. Se pasa la noche abrazándome. Siempre guardo el calor de su cuerpo, calor que Marcos rechaza. (“El expreso”, pág. 56).

“Su bocota capaz de levantar los más obscenos piropos; la mía, capaz de abarcar la mayoría de cosas mencionadas en los piropos”. (“De tal astilla, tal palo”, pág. 31). En las páginas 103 y 104 de “Cosas de hombres” encontramos este atrevido pasaje:

Lo amaba, amaba sus ojos, deseaba sus largas manos, las imaginaba moldeando mis tetas, llenas de barro entre mis piernas. Me veía lamiendo sus brazos cubiertos de lanitas negras. Mojaba las sábanas pensando en esas manos, las sentía calientes sobre mi cara […] Comenzó a besarme el cuello y a apretarme las nalgas. Le bajé el pantalón y bauticé con la boca la realización de mis quimeras.

En ese mismo tenor, la relación hombre-mujer, con sus conflictos, idas, desencuentros, sinsabores y dulzuras está acentuadamente presente en esta colección de relatos. De igual forma, en la obra de Kianny el hombre es una figura relevante, pero tratada con cierto resquemor, y ella lo retrata como el culpable de los amargores sentimentales de la mujer. En ese mismo aspecto, algunos personajes masculinos, en “La última hoja verde” y en ‘Fotocopia indefinida” por ejemplo, son puestos en evidencia: en principio son unos machos convictos y confesos y al final terminan siendo todo lo contrario.

A pesar de que empezó su labor creadora en New York, y de que su obra tiene una marcada influencia de esta gran ciudad, lo dominicano no deja de ser preponderante en la obra de Kianny Antigua. Por eso, en varios de sus relatos nos tropezamos con expresiones, frases, giros idiomáticos de auténtica factura dominicana. En “Hortelano” nos encontramos con “chiripita”, palabra muy usual entre el hablante común dominicano, que se usa para denotar algo pequeño, irrelevante o insignificante en materia de labor remunerada o de dinero. Igual nos tropezamos con rebulú, bembé, chinchas, y otros términos.

Formalmente, en El expreso tenemos a una narradora llana, directa, que más que impactar con una anécdota sorprendente busca plasmar, desnudar, contar y referir las cuitas, las alegrías, las esperanzas, la tragedia, lo agrio y dulce del ser humano. A pesar de que casi todos los relatos pudieran enmarcarse dentro de un ámbito realista, su obra no es un calco plano de la realidad, sino un esmerado ejercicio de la imaginación, en donde lo cotidiano y trivial se conjugan con la ensoñación, la fantasía, el misterio y cierta ambigüedad que dan como resultado una obra de arte. Su prosa en muchos de sus relatos es como cuando acariciamos la seda; en otros, fluyente, como una corriente pluvial. En otros es intimista, evocadora.

Para ser escritor o escritora y demostrarlo hay que tener talento, vocación y ante todo una fuerte necesidad de expulsar, de exorcizar los demonios que nos acechan. Y, ante todo, pasión por la vida, algo que a Kianny Antigua le sobra.

26 de enero de 2005

domingo, 9 de mayo de 2010

Aún no tengo nombre

(Paul Gauguin: Mahana no atua)


Por Kianny Antigua




Aún no tengo nombre, pero no te preocupes que no lo necesito. Cuando escucho el tuyo todo mi cuerpo tiembla de entusiasmo. Siento que alguien, al nombrarte, te recuerda, nos recuerda.
Aún no tengo nombre, no has tenido tiempo de nombrarme. El mundo en el que vives parece ser muy difícil. Casi siempre te siento preocupada, agitada. Es entonces cuando nos relajas con ese líquido fuerte que me cae tan mal, pero que al parecer, a ti te cae tan bien. Quisiera poder ser más que esto para evitar que te sientas así, para evitar.
Aún no tengo nombre sin embargo tengo otras cosas que parecen ser más valiosas. Ni yo podía creer que siendo tan insignificante tuviera el poder de ocuparme de ti; así de inverosímil como suena. Ayer te oí hablar con esa señora (que como yo, no tiene nombre pero ella sí tiene apellido) del dinero que por mí vas a recibir cada mes. Le explicabas a la señora que, por tu estado, no podías trabajar y que ni siquiera conoces al sujeto a quien le debes el favor. No sabes las ganas que tenía de hablar con esa señora y explicarle que no voy a ser como los demás, que a mí no me van a tener que llevar lejos de ti, que sólo tomas porque ellos no te entienden, porque este mundo es una mierda como siempre dices, porque la vecina es una ingrata, porque tus papás (realmente no sé nada de ellos…), porque el cielo es azul, porque… Me enojó mucho oírle decir que tú no aprendes de tus errores y que por eso ellos tienen que intervenir. Pero es que la señora se contradecía sola; no acababa de decir que yo iba proveer por ti. Por lo visto tú, no te enojaste (a lo mejor no la entendiste). Al contrario, te fuiste a celebrar toda la noche; es por eso que hoy me siento tan mal.
Aún no tengo nombre, y creo que no va a hacer falta. Después del festejo de anoche, de los líquidos, de las inyecciones que por horas hacían correr en mis venas hormigas asesinas, de los gritos y las penetraciones constantes, algo en mí no funciona igual. Temo que después de la conversación que tuviste con la señora ayer, yo ya no pueda ayudarte. Además, (pensé que nunca iba a tener el valor de decirte esto), no creo que quiera ser parte de ese mundo que no te entiende y que te hace tanto daño. Ya encontrarás la forma de proveerte, yo prefiero quedarme aquí, en silencio, sin nombre.

Con todo mi amor,
(Me habría gustado llamarme como tú).

De vuelta a casa

(Edvard Munch: The Scream)


por Kianny N. Antigua

Cuando decidí recuperarte no imaginé que me tomaría tanto tiempo. ¿Pero qué importancia tenía mi tiempo sin ti para malgastarlo? Te odié cuando te fuiste y al principio te maldije con todas las pocas fuerzas que me quedaban. Pero un buen día, y con sesenta libras menos, me dije no más, «sacúdete, Leonor»; me di un baño de agua fría, me puse unos tacones (los rojos que me regalaste) y un vestido ligero (hacía calor), salí tras de ti. Clausuré la puerta y, de rodillas, juré al demonio que no regresaría sola.

            En dirección al sur, caminé un promedio de veintinueve días. No estoy segura ya que caminaba de noche, y cuando el sol me empezaba a calcinar, me refugiaba en cualquier posada y dormía. Por problemas de columna y de reuma (y porque a los zapatos rojos se le fue un taco) tuve que comprarme unos botines más cómodos para seguir mi travesía.

            Después de haber vivido por casi cinco décadas una cree que no hay nada que nos sorprenda en esta vida. ¡Qué va! Existe cada loco. Una tarde tuve que salir corriendo de una hospedería, por ahí por Cornucopia, cuando se me metió un moribundo al aposento con una herida en la espalda del largo de un brazo de los míos. Necesitaba ayuda pero no bien había abierto yo los ojos cuando otro hombre entró y con un machete lo picó como en quince pedazos, sin importarle que yo lo estuviera viendo, ni que el difunto estuviera tan cerca de mí. Me empapó de sangre. Luego, se fue con el peso de un cuerpo en los hombros y con la cara del que caga y no lo siente. De más está decirte que salí despavorida del lugar. Luego caminé y, como no encontré ningún samaritano que me dejara entrar a su casa a despojarme de la sangre de aquel desdichado, me zambullí en el primer riachuelo que encontré (dos días después). Esta fue solo una de las tantas contrariedades que pasé por tu culpa, Julián; ni volviendo a nacer me daría tiempo de contarte con detalles el resto de mi recorrido.

            Otra cosa, esta vez graciosa, me pasó ya unos meses antes de encontrarte. Iba yo caminando de noche, como de costumbre, por un pueblecito cuando noté que un auto se acercaba. Era un carro de lo más bonito por lo que asumí que el chofer no era de esos rumbos y que, a lo mejor, andaba perdido. Le hice una seña para que se parara y él frenó de golpe. Al verme tiró un grito de los mil infiernos y dio un acelerón que, si no me avivo, capaz que me arrollaba… ¡Iba borracho, de seguro!

            Luego de esa noche, ¡cuántas cosas no me pasaron! Una vez llegué a un lugar donde había una fiesta interminable. ¿Qué celebraban? ¡Todo y nada! Solo te puedo decir que había una de alcohol, un bullicio, un alboroto y una de locos, que ni con qué compararlo. Entre una de tantas, celebraban la boda de una señorita a quien no le pude ver la cara, pero uno de los mirones me dijo que era muy bonita y que el novio había estudiado con él en Salamanca. No muy lejos de allí, entré a una hacienda que lucía que alguna vez fue majestuosa pero estaba bajo un descuido que parecía una fortaleza abandonada. Tenía sed y buscaba una mano piadosa que me vendiera, si no me quería regalar, un vaso de agua. Entre tantos bares y colmados no aparecía una gota de ese líquido maravilloso. En dicha casa me encontré con un hombre sentado sobre una piedra. Estaba como hipnotizado con la mirada perdida en el vacío. Le pregunté que dónde podía yo calmar mi sed y me respondió que él solo sabía que la suya desaparecería el día en que volviera Susana. ¡Pobrecito! Le invité a que viniera conmigo a buscarla, pero ya no respondió.

            Ya adelantito, por esos mismos rumbos, me topé con una jovencita bellísima. Con ojos verdes tan claros que relucían en la noche oscura. Tenía una melena lacia y negrísima, y un aura angelical que la sacaba de este mundo; pero la muy desafortunada, según me dijeron, era esclava de una tía quien parece que era dueña de una carnicería y tenía a la infeliz niña degollando y pelando un chivo tras otro. ¡Qué tristeza!

            Siguiendo mi instinto, caminé por un largo tiempo, escurriéndome entre los montes, tratando de salir del bullicio y confieso que lo logré y fue tan reconfortante respirar la soledad y sentir tu olor cada vez más cerca. Lógico, con mi mala suerte, esa paz no duraría, pues en un pestañar de ojos me vi rodeada de un grupo como de quinientos guerrilleros que me apuntaban con sus rifles. Con la cara cubierta de lodo, uno de ellos se acercó a mí. Me preguntó qué hacía yo por esos lados. Le expliqué que te andaba buscando a ti. Le dije: «Se llama Julián y la última vez que lo vi fue hace más de veintisiete años. Llevaba camisa y pantalón caqui, sus botas de trabajo, su inseparable casco y, por supuesto, su mejor rifle». Se rió, y como si hubiese dado una orden, el resto de mamarrachos comenzaron a reírse hasta que éste les ordenó que pararan.

            — Sé a quién se refiere, muchas veces me lo llegué a topar caminando por estas tierras. ¡Valiente macho! Qué pena que nunca se nos haya querido unir a defender nuestra causa. A lo mejor… bueno, siga por ahí derecho que va bien. Como están las cosas, si no se le presenta ningún inconveniente, pronto dará con él.

            — Gracias señor. No sabe qué feliz me hace. Cómo pagarle tan grata noticia.
            — ¿Tiene hijos?
            — No.
            — Pues no hay forma. Vaya con bien.
            — Gracias señor.
            — Coronel, Coronel Aureliano Buendía.
            — Gracias Coronel.

            Y así fue mi Julián, seguí el consejo del Coronel y aquí estoy. La trayectoria ha sido larga pero la recompensa la justifica. Esta vez nos vamos juntos a nuestro hogar y de allí no te dejaré salir jamás… La verdad es que estás irreconocible. Pobrecito mi marido. Si no fuera porque a tu mano izquierda le faltan los dos dedos que te llevó el cocodrilo aquel en una de tus tantas salidas, y ese olor a alcahuete que llevas incrustado hasta en los hueso, me fuera casi imposible reconocerte. Dame un minuto, déjame ver dónde encuentro una cajita para recolectarte y poderte lleva cómodamente de vuelta a casa.


Mi amado Jacinto

(Suzanne Valadon: Portrait Of An Old Lady)



Por Kianny Antigua

«Jacinto, las cosas cada día están peor que el día anterior. Me vas a creer que el azúcar hoy amaneció diez pesos la libra. Esto no hay quien lo aguante. Ya ni una tacita de café se puede una tomar con gusto. La comida cara y la gente cada vez más apurada e indeseable. Tú ves que le pasan por el lado llevándose a una y, en vez de pedir disculpas, se nos ríen en la cara. Pero sus padres son los únicos culpables. Ellos son los que no les dan costumbre a estos muchachitos de ahora. Las madres y los padres, si es que tienen, son los responsables de darle educación y no dejar que hagan lo que les dé la gana sin que a nadie le importe. ¿A dónde vamos a parar Jacinto? Dímelo tú que siempre fuiste un hombre inteligente y perspicaz».
«¡Ay Jacinto! Qué diferente era cuando éramos jóvenes. Era todo hecho con delicadeza, con educación y respeto, con clase. Recuerdo cuando por primera vez nos vimos. Al instante de cruzar miradas, ambos supimos que nada en este mundo tendría la fuerza suficiente capaz de separarnos. Nos amábamos; pero había pasos que dar y reglas que seguir. Discretas miradas, inocentes sonrisas, frecuentes ‘buenos días’, todo hasta que el amor y Don Rumualdo Suazo de Méndez no aguantaron más y te atreviste a pedir mi mano. ¿Recuerdas Jacinto? Por supuesto que nunca se te va a olvidar lo nervioso que te pusiste frente a mi padre. Es que no se puede negar que el hombre era difícil. Pero no importó cuántos obstáculos mi padre puso para evitar nuestro casorio, tu amor los venció todos, y gracias a ese amor hoy, cincuenta y tres años después, seguimos como dos columnas de mármol, irrompibles».
«Esa Carmela es una serpiente viperina. ¡Qué poca clase! Desde que tuvimos la desdicha
de venir a parar a este barrio inmundo supe que no tendría paz. Tantos maleducados, tantos groseros, tantos gritos y tantas moscas. Sabes que me dijo la muy inconsciente, que no me iba a acreditar nada más en su pocilga de colmado. Yo le dije que ya tú le pagarías, que nos diera unos días, pero la muy fantoche se rió en mi cara. ¿Ves las cosas que me haces pasar Jacinto? ya es hora de que les tapes la boca a toda esa basura que habla de mí, de nosotros. Ya es tiempo de que nos mudemos de este barrio de porquería. ¿Por qué te quedas callado? ¡Respóndeme! Sí, ya sé cuales son tus planes, hacerte de la vista gorda y dejarme a mi sola con esta cruz insoportable... ¡Muévete para allá que tengo dolor en las piernas! Este reumatismo cada vez está peor y tú ya no me consientes como antes. Ya no me das esos masajes ricos que de me devolvían treinta años de juventud. Sí, yo sé que tú también estás viejo, pero eso no es motivo; la intención es lo que vale. ¿O es que acaso tú no te das cuenta de todo lo que hago yo por ti? ¿Crees que es fácil tener que salir desde que el sol asoma a lidiar con gente inculta para conseguir lo que luego te voy a cocinar, simplemente para que tengas algo de comer? ¡Porque no es para mí! Sí yo estuviese sola no tendría la necesidad de cocinar. No, lo hago por ti que siempre fuiste tan exigente en lo que a comer se refiere».
«Tú ya no agradeces nada. Ya ni miras la comida que con tanto afán te preparo. ¿Por qué la dejas enfriar, Jacinto, si luego fría no te la comes? Esta casa se llena de moscas y parece que a la única que le incomoda es a mí».
«Jacinto, recuerda que hoy tienes que ir buscar el chequecito del seguro. A mí no me lo
quieren dar porque necesitan que tú estés presente, o que por lo menos me firmes un poder. Ya
hace dos meses que ese dinerito está parado simplemente porque a ti no te parece ir a buscarlo. ¡Con lo mucho que me gustaría estrujarle el dinero en la cara a la Carmela para que cierre la boca de una buena vez, y deje de estar metiéndose, juzgando, y argumentando en vidas ajenas!».
«Definitivamente, Jacinto, ya no aguanto más; si no vas a comer yo no tengo por qué, no, con qué cocinar. ¡Se acabó! Sí a ti no importa, menos a mí».
«Jacinto de mi vida, sabes que cuando salí esta mañana a buscar el periódico me encontré a Carmela hablando de nosotros con Don Pedro. Le decía que yo estaba cada vez peor, que parecía una muerta en vida. Ésta fue la primera vez que me agradó su comentario. Si lo que esa señora dijo es cierto, hoy soy la mujer más feliz del universo, al fin podemos estar juntos como antes, como siempre. Mi Jacinto, mi gran y único amor. Hazte a un ladito que quiero sentirte cerca».

Mi amigo Lucas

(Mary Cassatt: Mother Combing Sara’s Hair)


Por Kianny Antigua



—No, eso no es verdad, ese niño no me gusta; es un prepotente, mañoso, que sólo sabe hablar de que su papito tiene, su papito le regaló, su papito lo llevó… Yo no me fijaría en un idiota así (y él tampoco se fijaría en alguien como yo) ni loca.

—Señorita Alcázar, el almuerzo está listo. Su madre la espera en el comedor.

—Luego hablamos. ¿Sí?

Me apresuré a llegar al comedor pues conozco de sobra el mal genio de mi madre cuando por una razón, lógica o no, se rompe una de sus reglas. Como siempre, estaba erguida, seria, intocable. Le di un beso en la mano y me senté al otro lado de la mesa. Las comidas en casa son muy aburridas. Por más importante que sea la cuestión no puedo decir palabra, primero, porque mamá no me escucharía (diez sillas nos separan), y segundo, si ella nota que yo he abierto la boca para un propósito diferente a introducir el tenedor a la misma, se pone roja como crepúsculo y me manda al cuarto «de castigo» hasta que aprenda las reglas de etiqueta y protocolo. Yo me disculpo con cara de yo no fui y corro contenta a mi habitación, pues mi cuarto es el único lugar donde soy realmente feliz.

No es que no quiera a mi madre, no; lo que pasa es que desde que murió mi papito ella se ha convertido en una persona muy hermética. Casi nunca se ríe y se la pasa en su cuarto o sentada en el mecedor, al lado de la ventana que da al patio central, envuelta en su túnica de vampiresa (como dice Lucas). A veces quiero hablarle, saber cómo se siente, pero en la mayoría de mis intentos, solo logro hacerla llorar. No es mi intención, pero de qué otro tema podemos hablar si no es del pasado perfecto (el pasado en el que aún existía mi papito). Yo no soy la única que trata de sacarla de su encierro; también Matilde, nuestra ama de llaves, le pide que por lo menos salga al patio a tomar sol. Le dice que sería bonito que ella me tomara de la mano como cuando yo era más pequeña y nos zambullíamos en la piscina. Pero Matilde, al igual que yo, no consigue nada. Lucas dice que no me preocupe tanto por ella, que trate de verla como lo que realmente es «una pieza antigua más, que hace juego con la casa». Lucas es muy bromista y me hace reír mucho, pero cuando siento que habla en serio, le explico que no, que mi madre no es vieja, que si la hubiera visto antes de la muerte de mi papi, no pensaría lo que piensa. Juntos eran la envidia de sus amigos, tanto, que ella les echa la culpa de nuestra desgracia. A ella me cuesta recordarla como era, a menos que mire una foto. Sólo sé que el pelo lo llevaba mayormente suelto y usaba vestidos de colores. A papi sí lo recuerdo perfectamente. No necesito su foto para ver sus ojos grandes y su sonrisa hermosa y perfecta. Lucas se le parece mucho y se lo he dicho, la única diferencia es que él es más pequeño y tiene más pelo. Él, sólo se ríe cuando se lo digo.

A Lucas lo vi por primera vez poco después que murió mi papito. Creo que fue el día de su entierro. La sala estaba llena de «personas hipócritas», como dijo mi madre, por lo que los echó a todos. Abrió la puerta de par en par y a empujones, sacó uno por uno a los amigos, conocidos, los que lloraban y los que no. Les gritaba cosas que hoy no recuerdo. Matilde fue la única que sacó valor y fuerza para detenerla. Yo, al lado de papito, sólo pude taparle los oídos para que no oyera todo lo que ella decía. Matilde es mucho más gorda que mi madre, cosa que la ayudó a controlarla. Luego que solo quedábamos las tres, y mi papito, ya que hasta el cura tuvo que irse, ella me mandó a mi cuarto. Yo, por nada del mundo me hubiera querido separar de mi papi. A mí me dolía más que a ella porque él me quería más a mí. Pero ella, de un solo halón, me desprendió para siempre de la única persona que realmente me amaba, hasta que llegó Lucas. Yo, con ataques, no permití ni siquiera que Matilde la defendiera como siempre hace. Me encerré en mi cuanto y deseé llorar hasta no tener más vida. Pensaba en él. Recordaba todas las palabras lindas que me decía: preciosa, princesa, amorcito mío, mi Penélope. A veces me quedaba dormida y lo soñaba. Me decía adiós y yo lo seguía y lo alcanzaba. Luego despertaba, y así pasó como tres veces, después ya no lo pude alcanzar. Creo que fue el intento de alcanzarlo lo que me hizo caer de la cama. Entonces lo vi. Me espanté tanto que no pude gritar, pero pronto comprendí que él no era malo y que no me iba a hacer daño. Él tampoco dijo nada por un rato, solo me miraba como preocupado. Le pregunté su nombre y me dijo Lucas.

— ¿Qué quieres?

— Nada.

— ¿Qué haces aquí?

— Vine a acompañarte.

Él estaba en una esquina, cerca de mi casita de Barbie. Tomó una de ellas, la montó en el carro rosa que hace juego con la casita y la deslizó hacia mí. Era mi Barbie favorita porque papi me la había traído de Curazao. Tomé la muñeca, y él entonces se acercó. Hablamos mucho pero lo que recuerdo fue su promesa de no dejarme sola jamás.

Qué angustia es ver el reloj en el colegio y darme cuenta de que falta mucho para irme a casa a hablar con Lucas. Él siempre esta allí, al lado de la casita con la Barbie morena en brazos. Yo, lo tiro todo, le pido que se voltee para quitarme el uniforme y luego, en ropa cómoda, hablamos un poco hasta que Matilde me llama para comer. Después, regreso a mi habitación. Él me ayuda con mis tareas y el resto de la tarde la pasamos jugando.

El colegio Santa Rosa de Lima, donde yo voy, se supone que sea el mejor colegio de la ciudad, donde asisten las señoritas y los señoritos más decentes. Las reglas son como en casa, irrompibles o de lo contrario suspenden a una y es más la vergüenza que la ausencia. He visto casos terribles donde, después del regreso de una alumna suspendida, sus padres han tenido que cambiarla de colegio y a veces hasta mudarse del país. Yo, por suerte, no he tenido que llegar al límite de tener que pedirle a mi madre que me cambie de colegio porque, aunque me fastidiaban bastante, con los consejos de Lucas, me he hecho un poquito más fuerte. Igual, no tengo amigos, pero no me importa. Dice Matilde que no necesito más que mis buenas calificaciones, según ella, las mías son de las mejores, y voy a tener que creerle porque ayer, como regalo de cumpleaños, me dieron un diploma por buena conducta y excelentes notas. Todos, absolutamente todos, contentos o no, tuvieron que aplaudir. ¡Qué alegría! No me aguantaba las ansias de llegar a casa a contárselo a Lucas, pero mi sorpresa fue aún mayor. Él me estaba esperando con una tortita y una velita en el medio. Se acordó. Fue un día casi perfecto, ya que Matilde también se acordó y me hizo mi comida favorita. La imperfección estuvo en mi madre quien, cuando Matilde le contó lo del diploma y lo de mi cumpleaños, se levantó de la mesa y no quiso probar bocado. Matilde se sentó a mi lado y con lágrimas en los ojos, me dio cucharada a cucharada el chofán de camarones que con tanto amor ella misma había cocinado.

En la noche me despertaron las voces y los gritos. Me moría de curiosidad por saber por qué discutían Matilde y mi mamá. No quise empeorar las cosas por lo que preferí quedarme acostada mirando dormir a Lucas.

Matilde, como de costumbre, me vino a despertar temprano. Me sorprendí porque con lo de anoche, yo hubiera jurado que no estaría más con nosotras. Me ayudó a vestir, por lo que no pude hablar con Lucas, pero con una picada de ojo me despedí de él.

En el colegio todo volvió a la normalidad: mirar el reloj dos veces por minuto y añorar la hora de la salida para ver a Lucas. Cuando por fin llegué a casa, algo fuera de lo común sucedió. Mi mamita estaba esperándome en el portón de la entrada. Llevaba el pelo suelto. Aún vestía de negro pero una sonrisa en su cara iluminó su alma y todo lo que la rodeaba. Tomé su mano para darle un beso y ella se agachó un poco y me dio uno en la frente, luego otro en la mejilla. Me dijo que me quería y me pidió perdón. Riendo casi a carcajadas me tomó del brazo y caminamos hasta llegar al jardín central. Todo estaba tan bello. Había cientos de globos de todos tamaños y colores. La alberca estaba cubierta de confeti. Había como cuatro payasos. Nos esperaban Matilde, dos mucamas, la cocinera, y el chofer, y todos estaban muy contentos. Luego cantaron «Feliz cumpleaños a mí» y Matilde, con ayuda de las muchachas, sacó la torta de dos plantas que ella había preparado dique con la ayuda de mami. Estaba tan feliz; era la primera vez, desde que murió mi papito, que en casa había música. La primera vez que veía sonreír a mi mamita en más de seis años. Por un momento hasta me olvidé de Lucas, pero al recordarlo, me di cuenta que él era el único que faltaba para que la fiesta fuera perfecta. Con la excusa de que iba al baño, corrí al cuarto. Entré, miré, buqué cerca de la casita Barbie, dentro, detrás, debajo de la cama, en el armario, en el techo, pero él ya no estaba.

La última hoja verde

(Francisco de Zurbarán: Boys Eating Melon)

Por Kianny Antigua


Día tras día la misma rutina. Levantarse, obedecer, y acostarse. Los presos entran y salen sin dejar recuerdos ni huellas. Entre estas tres paredes, y frente a estos barrotes, sólo tenemos cinco opciones: soñar con tener alas; meternos a estudiosos o a religiosos. Frustrarnos, arrepentirnos y culparnos hasta de haber nacido. Ser el sandbag favorito de los policías, jefes de pandillas, y hasta de los maricones del local; o cagarnos en las opciones anteriores y en la madre del mundo. Para una persona como yo, que se va a tener que chupar el resto de sus días encerrado, la quinta, es la mejor opción.
Pensándolo bien, más que cinco opciones, son cinco escalones. El tedio nos hace probarlos todos (o casi todos) y las circunstancias nos ubica en el más conveniente. No puedo siquiera imaginarme que voy a salir de aquí. Ni arrebatado volvería a estudiar después de haber pasado doce años entre kindergarten y high school, y luego tres más tratando de conseguir el técnico del que nunca me gradué. No señor, lo de la escuela lo veo dudoso. ¡Ni en broma! Lo de religioso, siempre he creído en Dios, pero eso de andar Biblia en mano e irme a meter a la celda de un psicópata o un asesino en serie a pedirle, a tratar de convencerlo de que se arrepienta, mientras me quede un C.C. de juicio, no. La frustración y el arrepentimiento son la primera fase de la encarcelación. Te arruinas. Te desinflas de tanto llorar, y digo llorar con todas sus letras porque no hay un matatán que entre aquí que no derrame sus aguaceros internos, todo seguido de: “¿Por qué lo hice? ¡Dios sabe que no fue mi culpa! ¿Y ahora qué hago? ¡Se van a olvidar de que existo! ¡¡¡Mi mujer me va a dejar y se va a conseguir otro!!!... ¡Si me engaña la mato! ¡El hombre que le sabe trabajar a ella soy yo!... ¡Ella se lo pierde! ¡Qué coño, si se me presenta la misma oportunidad, vuelvo y lo hago!...”. Eso de ser el títere de otros hay quienes nacen con ese don, yo no. Primero mato o me matan, pero de sirviente o mamarracho no me cogen.
Desde que entré aquí hace un año, ocho meses y cuatro días he peleado treinta veces por todo y por nada. Ahora me dicen el Fairer #1. El nombrecito me ha costado dos costillas, la esquina de un diente y veinticinco mil moretones, pero a toda honra. Bueno, no es que esté orgulloso de haberme convertido en la mierda que soy… todo por el hijo de puta marica ése. Cuando caí en esta tumba le agradecí al cielo que mi mamá se hubiera muerto, porque si no, encima habría tenido que cargar con su muerte.
Mi última noche afuera entré con mis supuestos amigos a un bar. Entre los cuatro nos habíamos tomado dos botellas de vodka. Frente a nosotros se sentaron dos palomitas. En mi vida los había visto, pero ellos insistían en tratarnos como si nos conocieran. Parece que ellas estaban más borrachas que nosotros porque no entendían que se fueran a aletear a otro lado. Ellas siguieron. Una se paró y le rozó el pelo a Carlos, uno de mis compañeros, él se levantó y sacó una pistola que tenía guardada quién sabe dónde y se la metió en la boca al pato. Lo calmamos. Yo le quité el arma porque no quería llegar tan lejos. Seguimos tomando.
Como a las dos horas del rebulú, me levanté para ir al baño. Estaba yo en posición de riego cuando sentí algo en el trasero y en el cuello un punzón que me paralizó. Era el marica que me apuntaba con una navaja. La cabroncita no se había dado cuenta de que yo tenía la pistola. Calmado le dije que ‘tava to’, que yo iba a hacer lo que él quisiera. Cuando sentí que él me había alejado el punzón del cuello, me viré y le di un solo plomazo en el pecho. Enseguida entró el otro mariconcito y, con él, todo el planeta.
No pude defenderme diciendo que había sido en defensa propia porque la cuchilla nunca apareció. Para colmo de males, la pistola tenía tres muertes encima por lo que no hubo explicación que valiera.
Aquí me ha tocado compartir celda con toda clase de lacras, llorones, y cagones. Con muchos peleé y con otros tantos llegué a sentirme como en familia. Pero mi último compañero fue la excepción. No sabría como explicarlo. Llevamos juntos unos cinco meses y, a pesar de que hasta hace poco no habíamos hablado, siempre nos hemos llevado bien. Sé que se llama Andrés porque así lo llaman los guardias. Es el sujeto más callado y tranquilo del mundo, siempre y cuando no se metan con sus matitas. Tiene tres mitades de potecitos de agua al lado de la ventana donde sembró tres arbolitos de no sé qué, que son su vida. Se pasa horas contemplándolos y susurrándoles cosas. Las mima y protege como si en vez de simples plantas fueran tesoros. Nadie sabe por qué Andrés está entre nosotros; pero a mí me gusta su compañía: no ronca, ni sufre de diarreas crónicas como el Triste (el penúltimo de mis celdañeros). De unos meses para acá no me corto el pelo y es él quien me hace las trencitas. Se queda a veces mirándome, como hipnotizado, y cuando le tiro un coñazo sólo se ríe. A veces estoy dormido y siento su mirada. Cuando me despierto, lo veo junto a sus plantas contemplándolas. También fumamos juntos y jugamos barajas, pero jugando dominó, ahí es que somos buenos. Nos llaman “los insacables” porque nadie nos para de los asientos. Pero fue en un pleito donde Andrés me demostró que realmente yo podía contar con él.
Me estaba bañando cuando el Peje, una lacra a quien yo le había dado una salsa en el comedor, entró al baño con dos tipos más. No sé cómo el muy idiota se enteró de la razón por qué yo estaba preso. Cambió la historia. Dijo que yo era el que quería metérselo al marica en el baño aquel y, al no dejarse, le disparé. Los otros dos lambones comenzaron a reírse. Se me subió la sangre a los sesos y se me olvidó que eran tres. Me le fui encima al Peje pero el azaroso me esperó con una cuchilla en la barriga. Me puñaleó dos veces, luego los otros dos se encargaron de abollarme a golpes hasta que llegó Andrés. Con una toalla estaba ahorcando al Peje quien le ordenó a los otros que me dejaran. Andrés me llevó a la enfermería. No se despegó de mí. Fue la última persona que vi antes de perder el sentido y la primera al despertar. Le di las gracias y sonrió. Yo no esperaba más. El enfermero entraba a inyectarme cada tres horas. El doctor me dijo que las puñaladas no habían causado daños internos pero que debían seguir observándome. De todos modos, le pedí que me dejara ir a mi celda. Quería dormir y en la enfermería era imposible. Las luces no se apagaban y cada media hora entraba un herido u otro que se hacía. El doctor me dejó. Ya en la celda, oí claramente cuando Andrés me dijo que no me preocupara, que durmiera tranquilo, que él me iba a cuidar. Fui yo quien entonces reí.
Andrés se sentó a mi lado a leer un periódico. No pasó un minuto completo cuando ya yo estaba dormido. Soñé. Soñé que caminaba por un sendero repleto de árboles secos. Estériles, con muchas hojas pero todas tan secas como sus troncos. Era un largo camino, callado que metía miedo. Yo estaba vestido de marrón de pies a cabeza, desde los zapatos hasta la corbata. Nunca me vi tan elegante, por lo que en un momento dudé de ser yo. Pero era yo. Al final de la senda me encontré con dos salidas, como una T gigantesca. Miré hacia la derecha y estaba yo la noche en que maté al sujeto aquel. Era una fotocopia de la maldita escena. Me espanté. Viré hacia el lado izquierdo y vi a Andrés. Estaba contemplando la arboleda (nada nuevo). Lo raro era que estaba desnudo. Se arrodilló e intentó arrancar la última hoja verde que quedaba en todo el matorral marchito. En eso sentí algo en la cara y me volteé. El sueño casi se me va. No podía permitir que él exterminara la única hoja viva en todos los alrededores. La tenía en la mano. La tomé junto con la hoja y entonces él me miró. Le rogué con los ojos que la soltara. Lo hizo. Volví a moverme en la cama. Me miró a los ojos y se acercó a mí. Con su mano izquierda sosteniéndome la cabeza intentó besarme. Por instinto lo rechacé en su primer intento. En el segundo sentí su boca húmeda sobre la mía agrietada. Nos besamos por algunos minutos. Nos separamos cuando el enfermero entró a ponerme la inyección de la hora.