domingo, 9 de mayo de 2010

De vuelta a casa

(Edvard Munch: The Scream)


por Kianny N. Antigua

Cuando decidí recuperarte no imaginé que me tomaría tanto tiempo. ¿Pero qué importancia tenía mi tiempo sin ti para malgastarlo? Te odié cuando te fuiste y al principio te maldije con todas las pocas fuerzas que me quedaban. Pero un buen día, y con sesenta libras menos, me dije no más, «sacúdete, Leonor»; me di un baño de agua fría, me puse unos tacones (los rojos que me regalaste) y un vestido ligero (hacía calor), salí tras de ti. Clausuré la puerta y, de rodillas, juré al demonio que no regresaría sola.

            En dirección al sur, caminé un promedio de veintinueve días. No estoy segura ya que caminaba de noche, y cuando el sol me empezaba a calcinar, me refugiaba en cualquier posada y dormía. Por problemas de columna y de reuma (y porque a los zapatos rojos se le fue un taco) tuve que comprarme unos botines más cómodos para seguir mi travesía.

            Después de haber vivido por casi cinco décadas una cree que no hay nada que nos sorprenda en esta vida. ¡Qué va! Existe cada loco. Una tarde tuve que salir corriendo de una hospedería, por ahí por Cornucopia, cuando se me metió un moribundo al aposento con una herida en la espalda del largo de un brazo de los míos. Necesitaba ayuda pero no bien había abierto yo los ojos cuando otro hombre entró y con un machete lo picó como en quince pedazos, sin importarle que yo lo estuviera viendo, ni que el difunto estuviera tan cerca de mí. Me empapó de sangre. Luego, se fue con el peso de un cuerpo en los hombros y con la cara del que caga y no lo siente. De más está decirte que salí despavorida del lugar. Luego caminé y, como no encontré ningún samaritano que me dejara entrar a su casa a despojarme de la sangre de aquel desdichado, me zambullí en el primer riachuelo que encontré (dos días después). Esta fue solo una de las tantas contrariedades que pasé por tu culpa, Julián; ni volviendo a nacer me daría tiempo de contarte con detalles el resto de mi recorrido.

            Otra cosa, esta vez graciosa, me pasó ya unos meses antes de encontrarte. Iba yo caminando de noche, como de costumbre, por un pueblecito cuando noté que un auto se acercaba. Era un carro de lo más bonito por lo que asumí que el chofer no era de esos rumbos y que, a lo mejor, andaba perdido. Le hice una seña para que se parara y él frenó de golpe. Al verme tiró un grito de los mil infiernos y dio un acelerón que, si no me avivo, capaz que me arrollaba… ¡Iba borracho, de seguro!

            Luego de esa noche, ¡cuántas cosas no me pasaron! Una vez llegué a un lugar donde había una fiesta interminable. ¿Qué celebraban? ¡Todo y nada! Solo te puedo decir que había una de alcohol, un bullicio, un alboroto y una de locos, que ni con qué compararlo. Entre una de tantas, celebraban la boda de una señorita a quien no le pude ver la cara, pero uno de los mirones me dijo que era muy bonita y que el novio había estudiado con él en Salamanca. No muy lejos de allí, entré a una hacienda que lucía que alguna vez fue majestuosa pero estaba bajo un descuido que parecía una fortaleza abandonada. Tenía sed y buscaba una mano piadosa que me vendiera, si no me quería regalar, un vaso de agua. Entre tantos bares y colmados no aparecía una gota de ese líquido maravilloso. En dicha casa me encontré con un hombre sentado sobre una piedra. Estaba como hipnotizado con la mirada perdida en el vacío. Le pregunté que dónde podía yo calmar mi sed y me respondió que él solo sabía que la suya desaparecería el día en que volviera Susana. ¡Pobrecito! Le invité a que viniera conmigo a buscarla, pero ya no respondió.

            Ya adelantito, por esos mismos rumbos, me topé con una jovencita bellísima. Con ojos verdes tan claros que relucían en la noche oscura. Tenía una melena lacia y negrísima, y un aura angelical que la sacaba de este mundo; pero la muy desafortunada, según me dijeron, era esclava de una tía quien parece que era dueña de una carnicería y tenía a la infeliz niña degollando y pelando un chivo tras otro. ¡Qué tristeza!

            Siguiendo mi instinto, caminé por un largo tiempo, escurriéndome entre los montes, tratando de salir del bullicio y confieso que lo logré y fue tan reconfortante respirar la soledad y sentir tu olor cada vez más cerca. Lógico, con mi mala suerte, esa paz no duraría, pues en un pestañar de ojos me vi rodeada de un grupo como de quinientos guerrilleros que me apuntaban con sus rifles. Con la cara cubierta de lodo, uno de ellos se acercó a mí. Me preguntó qué hacía yo por esos lados. Le expliqué que te andaba buscando a ti. Le dije: «Se llama Julián y la última vez que lo vi fue hace más de veintisiete años. Llevaba camisa y pantalón caqui, sus botas de trabajo, su inseparable casco y, por supuesto, su mejor rifle». Se rió, y como si hubiese dado una orden, el resto de mamarrachos comenzaron a reírse hasta que éste les ordenó que pararan.

            — Sé a quién se refiere, muchas veces me lo llegué a topar caminando por estas tierras. ¡Valiente macho! Qué pena que nunca se nos haya querido unir a defender nuestra causa. A lo mejor… bueno, siga por ahí derecho que va bien. Como están las cosas, si no se le presenta ningún inconveniente, pronto dará con él.

            — Gracias señor. No sabe qué feliz me hace. Cómo pagarle tan grata noticia.
            — ¿Tiene hijos?
            — No.
            — Pues no hay forma. Vaya con bien.
            — Gracias señor.
            — Coronel, Coronel Aureliano Buendía.
            — Gracias Coronel.

            Y así fue mi Julián, seguí el consejo del Coronel y aquí estoy. La trayectoria ha sido larga pero la recompensa la justifica. Esta vez nos vamos juntos a nuestro hogar y de allí no te dejaré salir jamás… La verdad es que estás irreconocible. Pobrecito mi marido. Si no fuera porque a tu mano izquierda le faltan los dos dedos que te llevó el cocodrilo aquel en una de tus tantas salidas, y ese olor a alcahuete que llevas incrustado hasta en los hueso, me fuera casi imposible reconocerte. Dame un minuto, déjame ver dónde encuentro una cajita para recolectarte y poderte lleva cómodamente de vuelta a casa.


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