domingo, 9 de mayo de 2010

La última hoja verde

(Francisco de Zurbarán: Boys Eating Melon)

Por Kianny Antigua


Día tras día la misma rutina. Levantarse, obedecer, y acostarse. Los presos entran y salen sin dejar recuerdos ni huellas. Entre estas tres paredes, y frente a estos barrotes, sólo tenemos cinco opciones: soñar con tener alas; meternos a estudiosos o a religiosos. Frustrarnos, arrepentirnos y culparnos hasta de haber nacido. Ser el sandbag favorito de los policías, jefes de pandillas, y hasta de los maricones del local; o cagarnos en las opciones anteriores y en la madre del mundo. Para una persona como yo, que se va a tener que chupar el resto de sus días encerrado, la quinta, es la mejor opción.
Pensándolo bien, más que cinco opciones, son cinco escalones. El tedio nos hace probarlos todos (o casi todos) y las circunstancias nos ubica en el más conveniente. No puedo siquiera imaginarme que voy a salir de aquí. Ni arrebatado volvería a estudiar después de haber pasado doce años entre kindergarten y high school, y luego tres más tratando de conseguir el técnico del que nunca me gradué. No señor, lo de la escuela lo veo dudoso. ¡Ni en broma! Lo de religioso, siempre he creído en Dios, pero eso de andar Biblia en mano e irme a meter a la celda de un psicópata o un asesino en serie a pedirle, a tratar de convencerlo de que se arrepienta, mientras me quede un C.C. de juicio, no. La frustración y el arrepentimiento son la primera fase de la encarcelación. Te arruinas. Te desinflas de tanto llorar, y digo llorar con todas sus letras porque no hay un matatán que entre aquí que no derrame sus aguaceros internos, todo seguido de: “¿Por qué lo hice? ¡Dios sabe que no fue mi culpa! ¿Y ahora qué hago? ¡Se van a olvidar de que existo! ¡¡¡Mi mujer me va a dejar y se va a conseguir otro!!!... ¡Si me engaña la mato! ¡El hombre que le sabe trabajar a ella soy yo!... ¡Ella se lo pierde! ¡Qué coño, si se me presenta la misma oportunidad, vuelvo y lo hago!...”. Eso de ser el títere de otros hay quienes nacen con ese don, yo no. Primero mato o me matan, pero de sirviente o mamarracho no me cogen.
Desde que entré aquí hace un año, ocho meses y cuatro días he peleado treinta veces por todo y por nada. Ahora me dicen el Fairer #1. El nombrecito me ha costado dos costillas, la esquina de un diente y veinticinco mil moretones, pero a toda honra. Bueno, no es que esté orgulloso de haberme convertido en la mierda que soy… todo por el hijo de puta marica ése. Cuando caí en esta tumba le agradecí al cielo que mi mamá se hubiera muerto, porque si no, encima habría tenido que cargar con su muerte.
Mi última noche afuera entré con mis supuestos amigos a un bar. Entre los cuatro nos habíamos tomado dos botellas de vodka. Frente a nosotros se sentaron dos palomitas. En mi vida los había visto, pero ellos insistían en tratarnos como si nos conocieran. Parece que ellas estaban más borrachas que nosotros porque no entendían que se fueran a aletear a otro lado. Ellas siguieron. Una se paró y le rozó el pelo a Carlos, uno de mis compañeros, él se levantó y sacó una pistola que tenía guardada quién sabe dónde y se la metió en la boca al pato. Lo calmamos. Yo le quité el arma porque no quería llegar tan lejos. Seguimos tomando.
Como a las dos horas del rebulú, me levanté para ir al baño. Estaba yo en posición de riego cuando sentí algo en el trasero y en el cuello un punzón que me paralizó. Era el marica que me apuntaba con una navaja. La cabroncita no se había dado cuenta de que yo tenía la pistola. Calmado le dije que ‘tava to’, que yo iba a hacer lo que él quisiera. Cuando sentí que él me había alejado el punzón del cuello, me viré y le di un solo plomazo en el pecho. Enseguida entró el otro mariconcito y, con él, todo el planeta.
No pude defenderme diciendo que había sido en defensa propia porque la cuchilla nunca apareció. Para colmo de males, la pistola tenía tres muertes encima por lo que no hubo explicación que valiera.
Aquí me ha tocado compartir celda con toda clase de lacras, llorones, y cagones. Con muchos peleé y con otros tantos llegué a sentirme como en familia. Pero mi último compañero fue la excepción. No sabría como explicarlo. Llevamos juntos unos cinco meses y, a pesar de que hasta hace poco no habíamos hablado, siempre nos hemos llevado bien. Sé que se llama Andrés porque así lo llaman los guardias. Es el sujeto más callado y tranquilo del mundo, siempre y cuando no se metan con sus matitas. Tiene tres mitades de potecitos de agua al lado de la ventana donde sembró tres arbolitos de no sé qué, que son su vida. Se pasa horas contemplándolos y susurrándoles cosas. Las mima y protege como si en vez de simples plantas fueran tesoros. Nadie sabe por qué Andrés está entre nosotros; pero a mí me gusta su compañía: no ronca, ni sufre de diarreas crónicas como el Triste (el penúltimo de mis celdañeros). De unos meses para acá no me corto el pelo y es él quien me hace las trencitas. Se queda a veces mirándome, como hipnotizado, y cuando le tiro un coñazo sólo se ríe. A veces estoy dormido y siento su mirada. Cuando me despierto, lo veo junto a sus plantas contemplándolas. También fumamos juntos y jugamos barajas, pero jugando dominó, ahí es que somos buenos. Nos llaman “los insacables” porque nadie nos para de los asientos. Pero fue en un pleito donde Andrés me demostró que realmente yo podía contar con él.
Me estaba bañando cuando el Peje, una lacra a quien yo le había dado una salsa en el comedor, entró al baño con dos tipos más. No sé cómo el muy idiota se enteró de la razón por qué yo estaba preso. Cambió la historia. Dijo que yo era el que quería metérselo al marica en el baño aquel y, al no dejarse, le disparé. Los otros dos lambones comenzaron a reírse. Se me subió la sangre a los sesos y se me olvidó que eran tres. Me le fui encima al Peje pero el azaroso me esperó con una cuchilla en la barriga. Me puñaleó dos veces, luego los otros dos se encargaron de abollarme a golpes hasta que llegó Andrés. Con una toalla estaba ahorcando al Peje quien le ordenó a los otros que me dejaran. Andrés me llevó a la enfermería. No se despegó de mí. Fue la última persona que vi antes de perder el sentido y la primera al despertar. Le di las gracias y sonrió. Yo no esperaba más. El enfermero entraba a inyectarme cada tres horas. El doctor me dijo que las puñaladas no habían causado daños internos pero que debían seguir observándome. De todos modos, le pedí que me dejara ir a mi celda. Quería dormir y en la enfermería era imposible. Las luces no se apagaban y cada media hora entraba un herido u otro que se hacía. El doctor me dejó. Ya en la celda, oí claramente cuando Andrés me dijo que no me preocupara, que durmiera tranquilo, que él me iba a cuidar. Fui yo quien entonces reí.
Andrés se sentó a mi lado a leer un periódico. No pasó un minuto completo cuando ya yo estaba dormido. Soñé. Soñé que caminaba por un sendero repleto de árboles secos. Estériles, con muchas hojas pero todas tan secas como sus troncos. Era un largo camino, callado que metía miedo. Yo estaba vestido de marrón de pies a cabeza, desde los zapatos hasta la corbata. Nunca me vi tan elegante, por lo que en un momento dudé de ser yo. Pero era yo. Al final de la senda me encontré con dos salidas, como una T gigantesca. Miré hacia la derecha y estaba yo la noche en que maté al sujeto aquel. Era una fotocopia de la maldita escena. Me espanté. Viré hacia el lado izquierdo y vi a Andrés. Estaba contemplando la arboleda (nada nuevo). Lo raro era que estaba desnudo. Se arrodilló e intentó arrancar la última hoja verde que quedaba en todo el matorral marchito. En eso sentí algo en la cara y me volteé. El sueño casi se me va. No podía permitir que él exterminara la única hoja viva en todos los alrededores. La tenía en la mano. La tomé junto con la hoja y entonces él me miró. Le rogué con los ojos que la soltara. Lo hizo. Volví a moverme en la cama. Me miró a los ojos y se acercó a mí. Con su mano izquierda sosteniéndome la cabeza intentó besarme. Por instinto lo rechacé en su primer intento. En el segundo sentí su boca húmeda sobre la mía agrietada. Nos besamos por algunos minutos. Nos separamos cuando el enfermero entró a ponerme la inyección de la hora.

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