sábado, 3 de abril de 2010

El soñado

(Gustav Klimt:Sueño)


Por Kianny Antigua



De repente, iba montada, pedaleando una bicicleta. Conocía el lugar, pero el mismo se confundía con otros lugares que también conocía.
No tenía sentido, pero no me lo comencé a cuestionar sino hasta más tarde.
Salí de allí. Dos jovencitos me sostuvieron la puerta y, a pesar de que al principio no les entendí, cuando les agradecí, uno de ellos dijo “gracias” con ojos de asombro y de vergüenza. Me alegré de que hablara español.
Al instante, tuve que aferrarme a la bicicleta y mirar hacia delante, quitándole así la vista al joven que aún me miraba, apenado. Otro ciclista me había pasado por el lado y casi me tumba de un ramalazo. Iba rápido y no se detuvo al mirarme aturdida y tambaleando.
Por instinto, lo seguí. A pesar de las calles, él conducía por la acera (haciendo maniobras por lo rota y desvencijada que estaba). Cuando pude alcanzarlo, no me dio tiempo a decirle lo grosero que era. Sus ojos se ensamblaron con los míos y tanto ellos como sus labios dijeron “lo siento”. Le creí tanto.
Ya conduciendo a su lado noté lo distintas que eran las ramas que llevaba en su canasto. Yo le pregunté si eran limoncillos y él me dijo que no, que este fruto era más exquisito. Me señaló la diferencia en las ramas. Eran muy derechas. De allí colgaban hojas y luego los frutos, pepas verdes. Me dio una a probar y sí, sabía exquisito, pero era limoncillo. Rió.
Estaba oscureciendo y nos detuvimos en un local. Él entró a preguntar algo y yo sólo observé desde afuera. Vi al señor detrás del mostrador y más acá, un grupo de niñas devorando un pastel enorme. Era más bien una torre de pastel que, a medida que ellas lo mordían, él perdía estabilidad. Me asusté, pero mi ciclista llegó enseguida.
Dijo que iba a llover y que no debíamos estar en la calle. Que lo siguiera, me dijo y eso hice (aunque lo habría seguido si no me lo hubiera pedido).
Llegamos a un estacionamiento vacío. Allí había tres camas. ¡Qué locura! Yo me acerqué a las mismas mientras él corría a asegurar las bicicletas.
El cielo gruñó y se tornó color terracota. A mi lado ya había tres guardias, asegurando las camas con cadenas (del mismo modo en que mi ciclista (aún no sabía su nombre) aseguraba las bicis).
―¿Por qué la amarran? ―pregunté.
―¿De dónde eres tú? ―me respondieron.
Él interrumpió y les dijo que sólo queríamos pasar la noche. Que iba a llover. Ellos se rieron de forma burlona y se escabulleron dentro del edificio.
Él era alto, delgado. Llevaba el pelo desgreñado. Era más oscuro que yo y sus ojos redondos, grandes y negros como la noche que nos esperaba.
Metió los ramos debajo de una de las camas. Luego me pidió con la mano que me acostara. Cuando me senté en una de las camas, me dijo que allí no podría dormir. Que era preciso dormir debajo, no encima. Lo miré confusa, pero, otra vez, le creí.
Me deslicé por debajo del bastidor en el justo momento en que un relámpago iluminó el mundo. Él se deslizó a mi lado. Me encontré entre el olor fascinante de los limoncillos y él.
Tronó y me aferré a mi ciclista. Él sólo movió su brazo para que yo lo acomodara debajo de mi cabeza. A pesar de sus huesos, me fue tan fácil abrazarlo, sentir sueño. No dijimos palabra. Cuando despierte, le preguntaré su nombre.

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