sábado, 3 de abril de 2010

El expreso

(Gustav Klimt:El beso)

Por Kianny Antigua



Cansada, agotada de todo un día de corre-corre... Sue­na el despertador cuando aún tengo sueño. Cinco minu­tos más. Pasan veinte. Corro al baño con el dolor de de­jarlo acostado. Aún con espumas en las orejas, me cambio (sin prender la luz para no molestarlo), y cuando quiero darle un beso de despedida, él me rechaza y eso me daña la mitad del día. No es que no me quiera, es que no le gusta que lo despierten. Me subo al segundo tren diez minutos más tarde; el que me tocaba coger cerró las puer­tas en mis narices. Llego a la universidad y el profesor de computación en vez de “buenos días” me dice “hasta ma­ñana, estas ausente”. Según él, veinte minutos es tarde, y treinta es una ausencia. ¡Coño! Por suerte, porque por lo menos con la hora libre empaté la tarea de matemáticas. Luego inglés, y la nauseabunda biología. Dan las 5:30 de la tarde y no aguanto el motete en mi espalda. Los empu­jones y los “excuse me” no cesan en la estación; ni hablar cuando al fin logro entrar al tren. Ya en el expreso (el local se para tanto que me provoca dolor de cabeza) de pie, o mejor, si consigo sentarme es cuando comienza la acción. Me voy, vuelo lejos de la bulla, lejos del gentío, lejos del chino que me respira pesado a la derecha, la niña de la señora de la izquierda que me patea cada vez que puede, lejos del operador del tren, que le grita a un grupito estudiantes que dejen cerrar la puerta, que hay otro tren detrás de nosotros. Lejos, donde sólo la imaginación y el cansancio me pueden llevar.
Estoy boca abajo recostada en una camilla de playa a la cual se le zafaron dos tiras plásticas debido al peso de algún cliente o clienta regordete(a). Respiro pesado. El sol está tan candente que de la arena sube un vapor abrasante que me fascina, y me adormece. Las olas re­tumban en mis oídos. Estoy con una mano bajo mi mejilla y la otra tocando la arena (caliente, la arena). De repen­te, sin sentir sus pasos, se acerca Marcos… y me tira una toalla encima: el traje de baño es muy pequeño y estoy llamando mucho la atención… ¡Es mi sueño y yo hago con él lo que me da la gana! Estoy desnuda, boca abajo en una cama de playa con dos tiras colgantes, con una mano debajo de la mejilla y la otra tocando la arena (caliente, la arena). Se acerca Néstor. Me comienza a acariciar las pantorrillas con la yema de los dedos. Sé que es él aunque no haya abierto aún los ojos. Cuando va por los muslos se detiene un poco. Sé que es para mojarse los dedos en la boca como lo hace siempre. Continúa. Aprieta fuete mi cintura, esta vez con las dos manos. Abro los ojos y quie­ro besarlo. ¡Maldita sea, es mi parada!
Una no planifica de quién se enamora, o deja de que­rer sólo porque el sujeto no le convenga a una. Qué bueno si se pudiera decir: “Wao, que elegante, exactamente el tipo de hombre que me revuelve las hormonas, alto, mo­reno, de dientes africanos y pelo indio. Trabajador, pero saca tiempo para mí (tampoco me asedia pues, es peor). Dulce, atento, y alegre, súper inteligente, no es mujeriego y le gusta abrazar al dormir por las noches… de éste sí me enamoro”. Pero no, el que tiene cara no tiene pelo, el que tiene pelo le faltan dos dientes o tiene mal aliento, el que tiene todo eso es un desgraciado mujeriego, y el que no es mujeriego no se fija en mí o le gustan los hombres. ¿Por qué no puede un hombre venir completo...?
De la única manera que puedo mejorar esos días ex­haustivos es dándome uno de esos baños relajantes. Lle­no la tina con agua insoportablemente caliente y ya que mi esposo no llega, me quedo un poquito más, un po­quito más… “Sí, ¿por qué tiene Marcos que ser tan dife­rente a Néstor? Bueno, por algo dejé a Néstor y me casé con Marcos. ¿Pero por qué a Marcos no le gusta lo que a Néstor si… y a mí también?: hacer el amor a todas horas y en todos los lugares posibles y de vez en cuando, impo­sibles. Día, tarde, noche, madrugada, al despertar, en su oficina, en el baño, en la sala de nuestra casa y en la ajena también; cansados y con sueño, no importa nada cuando queremos hacer el amor. Se pasa las noches abrazándome. Siempre guardo el calor de su cuerpo, calor que Marcos rechaza…”. Llega Marcos y tengo que servirle la cena. A Néstor no le importa si cocino o no; come fuera. Ya no me disgusta que coma fuera. Marcos es dulce despierto. Le gusta ir al cine y tiene tiempo aunque sólo sea para dor­mir. También sabe llegar a la casa con una rosa, sólo una, y no siempre. Néstor no; ni en mi cumpleaños.
Marcos supo conquistarme. Aunque es más joven que yo, supo ser y hacer lo que yo deseaba que fuera y que hiciera. Papelitos perfumados, canciones por teléfono, conversaciones largas y cursis; lo que Néstor jamás hizo. De Néstor me enamoré sin palabras, sin promesas, sin cordura.
Me acuesto. Marcos me da la espalda como siempre. Y así, en las noches, él me fuerza a pensar en Néstor. Él no se da cuenta, pero estoy nerviosa. Néstor y yo quedamos de vernos en una esquina. Es mi día libre y nada me emo­ciona más que verlo a solas.
Puntual me recoge y en vez de “hola” me pega un beso de esos suyos que no se comparan con nada. Sin decir pa­labra, entramos al motel donde ya, desnudos, hacen falta. Pobre Marcos, no se lo merece. ¿Pero cómo evitar a Nés­tor? Me gusta tanto y me conoce mejor que nadie. Llega la noche y parece que Marcos no se ha dado cuenta. Sólo le sorprende mi alegría y mis atenciones al recibirlo. A pesar de que tiene novia, sigo viendo a Néstor. Ambos sa­bemos lo que hacemos… ¿Qué es lo que hacemos?... Hora y media en un motel cualquiera, una vez por semana.
Hoy vuelvo a sentarme en el tren y en vez de pensar en Néstor, pienso en Marcos. Siempre ahí, de espaldas, haciéndome el amor cuando quiere y trayéndome rosas (una rosa) una vez al mes. Viéndome reír sin razón, sin­tiéndome acariciarlo por las noches, consciente yo de que a él le disgusta. Pongo las cartas sobre la mesa y trato de leerme el destino. Me asusto al darme cuenta que más que Marcos se enterara, me dolería que Néstor decidiera casarse. ¿Pero qué puedo hacer yo? Esperar que Marcos llegue tarde y en medio de esos baños relajantes llorar y camuflar las lágrimas con el vapor del agua caliente. Luego llegará la hora de dormir y me volverá a dar la espalda.
En la siguiente parada del expreso me desmonto. Pien­so en la boda de Néstor y en la espalda de Marcos, en la arena caliente, en la mano bajo la mejilla, en el traje de baño, con la toalla, desnuda, besándolo, en el tren local, caminando, cayendo.

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